No todos los juegos tienen que ser épicos, ni estar llenos de acción o sistemas complejos. A veces, lo que uno necesita es algo que abrace. Algo sencillo, cálido, sin sobresaltos. Así me encontré con Shin chan: Nevado en Carbónpolis, un juego que apareció sin aviso en mis recomendaciones de Steam y que, sin buscarlo, terminó tocando fibras muy personales. Ver a Shin-chan fue como abrir una ventana a mi infancia. Volví a ser ese niño en el cibercafé de mis padres, con los audífonos más grandes que mi cabeza, viendo cómo un niño travieso y tierno hacía de las suyas en la tele. Mientras otros crecían con superhéroes, yo tenía a Shin-chan, con su inocencia desfachatada y su mundo sin filtros.

Volver a jugar con él, ahora en un entorno más sereno y melancólico, fue un viaje inesperado. En este juego no hay enemigos, ni desafíos exigentes. Hay huertas, insectos, trenes mineros, y muchas personas amables. Hay días largos que se sienten eternos, donde lo único importante es jugar, ayudar y vivir sin apuros. No suena emocionante… pero eso es justamente lo que lo hace especial. La historia se desarrolla con calma, casi como una película de verano. El tono es suave, los conflictos son entrañables y todo transmite una sensación de calidez. Es, en muchos sentidos, una utopía infantil: ese verano idealizado que muchos no tuvimos, pero que aquí podemos experimentar.




Claro que no es perfecto. Las misiones secundarias son bastante repetitivas, y la mayoría de los personajes nuevos no logran destacar. Extrañé más interacción con la familia Nohara, y aunque el mundo es bonito, se siente un poco más vacío en comparación con la entrega anterior del mismo equipo. Hay una sensación de que se pudo haber llegado más lejos, sobre todo en la construcción emocional de los personajes. Pero, a pesar de todo eso, lo jugué unas 30 horas con una sonrisa constante. No por los logros. No por los objetivos. Lo hice porque me sentí bien ahí. Porque, por unas horas, ese pueblito minero, ese perrito fiel, esa rutina lenta y luminosa… me ofrecieron algo que no encontraba hace mucho en un videojuego: un espacio para estar en paz.
Shin-chan: Nevado en Carbónpolis no es un juego revolucionario, ni uno que recomendaría a todo el mundo. Pero si alguna vez fuiste ese niño que encontraba refugio en los pequeños placeres —como una tele encendida de fondo, un verano sin horarios, o personajes que se sentían como amigos—, entonces este juego tiene algo especial para ofrecerte. No será perfecto, pero es profundamente cálido y humano.