Siempre que hablamos de RPG solemos pensar casi instintivamente en mundos de fantasía con sus dragones, hechiceros malvados y reinos asolados por monstruos en la línea del sublime Baldur’s Gate 3, o tal vez, en distopías estilo Mad Max en mundos futuristas sin solución posible como lo hace la saga Fallout, o el más reciente Cyberpunk 2077. Elijas la opción que elijas el «realismo» parece estar siempre condenado a un segundo plano; como si fuera un concepto que no encaja (o no es prioritario) en las aventuras de rol. Por eso más de cinco años después de su lanzamiento Kingdom Come Deliverance sigue siendo un RPG tan especial. Su apuesta por la veracidad histórica y el realismo de su acción lo convierten en una de esas rarezas que merece la pena jugar, y ahora que se acerca el lanzamiento de su ansiada secuela, he retomado una vieja partida que me ha hecho valorar más si cabe todo lo bueno que tiene esta desafiante aventura de rol medieval.
Porque no todos los días tienes la oportunidad de sentirte como un auténtico don nadie en un mundo cruel en el que el bandido más zarrapastroso puede acabar con tu vida de un simple golpe mortal. El RPG de Warhorse Studios consigue que creas de verdad que eres el hijo de un herrero que sí, ha soñado con ser aventurero, pero cuya experiencia en combate se reduce a unas cuantas peleas de borrachera. Y toda la historia y acción de esta aventura gira en torno a esa idea. No eres nadie; no eres especial ni tienes ningún superpoder. Ese es el primer gran desafío al que te enfrentas en Kingdom Come Deliverance.